En contraste con el mundo sobrenatural de las sociedades americanas, la evangelización cristiana ofreció una religión polarizada entre el bien y el mal, con representantes específicos para cada una de estas calidades. Para andinos y mesoamericanos, al igual que muchas otras civilizaciones mundiales, los dioses no eran ni buenos, ni malos. Podían ser infinitamente crueles o generosos más allá de la imaginación, pero eso dependía de la forma en que los humanos cumplían con darles homenaje, cuidaban sus altares, celebraban sus fiestas y daban cuenta de su lealtad en los rituales.
Dicho de otra forma, los dioses necesitaban alimentarse de la obediencia y sacrificio de sus creyentes. Es claro que en Mesoamérica el sangrar sus cuerpos y el de las víctimas propiciatorias era vital para mantener buenas relaciones con la divinidad, mientras que en los Andes las demandas de determinados elementos era indispensable para saciar el “hambre” de los dioses.
En este contexto, para las sociedades americanas es difícil ubicar al demonio cristiano o dividir a los humanos entre merecedores del Infierno y del Paraíso. Menos poderoso que el dios llegado de España, su ubicación sobrenatural lo coloca en una equivalencia con los “santos”, difícil de entender porque se había prohibido todo acercamiento a su imagen que estaba omnipresente y de muchas formas repetidas en los templos, cuadros, disfraces de bailes permitidos por la evangelización, etc.
Tampoco el demonio tenía una figura unívoca en los países cristianos del siglo XVI, el dogma de la iglesia que circulaba en la escasa población letrada, estaba muy lejos del sistema de creencias populares. Quienes se embarcaron para América compartían una forma de religión en la que El diablo cojuelo de la Picaresca era mucho más popular que el Satanás descrito en la Divina Comedia. No es de extrañar que las versiones del Nuevo Mundo sean más cercanas a quienes llegaron a “hacer la América”, que a la versión del clero que debería convertirlos.
El diablo cristiano y las formas de inserción en el universo precolombino de las Américas es el tema-eje de nuestro libro, recorrerá con nosotros desde el siglo XVI hasta el presente y en su caminar nos mostrará, por contraste, los avatares de ser parte del universo religioso del continente.
En contraste con el mundo sobrenatural de las sociedades americanas, la evangelización cristiana ofreció una religión polarizada entre el bien y el mal, con representantes específicos para cada una de estas calidades. Para andinos y mesoamericanos, al igual que muchas otras civilizaciones mundiales, los dioses no eran ni buenos, ni malos. Podían ser infinitamente crueles o generosos más allá de la imaginación, pero eso dependía de la forma en que los humanos cumplían con darles homenaje, cuidaban sus altares, celebraban sus fiestas y daban cuenta de su lealtad en los rituales.
Dicho de otra forma, los dioses necesitaban alimentarse de la obediencia y sacrificio de sus creyentes. Es claro que en Mesoamérica el sangrar sus cuerpos y el de las víctimas propiciatorias era vital para mantener buenas relaciones con la divinidad, mientras que en los Andes las demandas de determinados elementos era indispensable para saciar el “hambre” de los dioses.
En este contexto, para las sociedades americanas es difícil ubicar al demonio cristiano o dividir a los humanos entre merecedores del Infierno y del Paraíso. Menos poderoso que el dios llegado de España, su ubicación sobrenatural lo coloca en una equivalencia con los “santos”, difícil de entender porque se había prohibido todo acercamiento a su imagen que estaba omnipresente y de muchas formas repetidas en los templos, cuadros, disfraces de bailes permitidos por la evangelización, etc.
Tampoco el demonio tenía una figura unívoca en los países cristianos del siglo XVI, el dogma de la iglesia que circulaba en la escasa población letrada, estaba muy lejos del sistema de creencias populares. Quienes se embarcaron para América compartían una forma de religión en la que El diablo cojuelo de la Picaresca era mucho más popular que el Satanás descrito en la Divina Comedia. No es de extrañar que las versiones del Nuevo Mundo sean más cercanas a quienes llegaron a “hacer la América”, que a la versión del clero que debería convertirlos.
El diablo cristiano y las formas de inserción en el universo precolombino de las Américas es el tema-eje de nuestro libro, recorrerá con nosotros desde el siglo XVI hasta el presente y en su caminar nos mostrará, por contraste, los avatares de ser parte del universo religioso del continente.