Había pocas casas, y no parecían estar habitables. Paredes descascaradas e incluso semiderruidas; jardines invadidos por altos pastos y plantas silvestres, y una desoladora ausencia de signos de vida humana. Me sentí desanimado y pensé en volver; tanto los descampados que bordeaban el camino, como las casas, y las bifurcaciones o los caminitos laterales, parecían iguales entre sí, sin ninguna particularidad que me invitara a la esperanza. Sin embargo seguí caminando, un poco por inercia, y también porque no quería volver, con el estomago vacío, a pasar una noche angustiosa en aquella casa húmeda y oscura. Había pocas casas, y no parecían estar habitables. Paredes descascaradas e incluso semiderruidas; jardines invadidos por altos pastos y plantas silvestres, y una desoladora ausencia de signos de vida humana. Me sentí desanimado y pensé en volver; tanto los descampados que bordeaban el camino, como las casas, y las bifurcaciones o los caminitos laterales, parecían iguales entre sí, sin ninguna particularidad que me invitara a la esperanza. Sin embargo seguí caminando, un poco por inercia, y también porque no quería volver, con el estomago vacío, a pasar una noche angustiosa en aquella casa húmeda y oscura.
Caía, en efecto, la noche; los contornos de las cosas, ya un poco diluidos por el agua, iban perdiendo toda nitidez. Pensé que en algún momento, debido a la oscuridad que progresaba, se encendería un foco de luz en alguna parte. Allí encontraría un sitio para reponer fuerzas.
Pero pronto la oscuridad fue total, y el foco esperado no se encendió
La literatura argentina se extiende doscientos cincuenta kilómetros más allá de la costa, o sea, llega a Montevideo, porque tiene que entrar Mario Levrero.
Había pocas casas, y no parecían estar habitables. Paredes descascaradas e incluso semiderruidas; jardines invadidos por altos pastos y plantas silvestres, y una desoladora ausencia de signos de vida humana. Me sentí desanimado y pensé en volver; tanto los descampados que bordeaban el camino, como las casas, y las bifurcaciones o los caminitos laterales, parecían iguales entre sí, sin ninguna particularidad que me invitara a la esperanza. Sin embargo seguí caminando, un poco por inercia, y también porque no quería volver, con el estomago vacío, a pasar una noche angustiosa en aquella casa húmeda y oscura. Había pocas casas, y no parecían estar habitables. Paredes descascaradas e incluso semiderruidas; jardines invadidos por altos pastos y plantas silvestres, y una desoladora ausencia de signos de vida humana. Me sentí desanimado y pensé en volver; tanto los descampados que bordeaban el camino, como las casas, y las bifurcaciones o los caminitos laterales, parecían iguales entre sí, sin ninguna particularidad que me invitara a la esperanza. Sin embargo seguí caminando, un poco por inercia, y también porque no quería volver, con el estomago vacío, a pasar una noche angustiosa en aquella casa húmeda y oscura.
Caía, en efecto, la noche; los contornos de las cosas, ya un poco diluidos por el agua, iban perdiendo toda nitidez. Pensé que en algún momento, debido a la oscuridad que progresaba, se encendería un foco de luz en alguna parte. Allí encontraría un sitio para reponer fuerzas.
Pero pronto la oscuridad fue total, y el foco esperado no se encendió
La literatura argentina se extiende doscientos cincuenta kilómetros más allá de la costa, o sea, llega a Montevideo, porque tiene que entrar Mario Levrero.